24 de marzo de 2009

La marca de la esperanza

En la película «La teta asustada», de Claudia Llosa, la presencia de la muerte —de varios tipos de muerte— es tremendamente fuerte. Es el oponente mayor de la protagonista, su principal rival, y se presenta de maneras sumamente crueles y pertinaces. La percibimos con terrible claridad en la primera escena, en que la madre canta la espantosa violencia que tuvo que sufrir cuando fue violada y obligada a comerse el pene de su esposo asesinado, en el contexto de la guerra interna que sufrió el Perú no hace más de 20 años. Sentado en la negra sala, nunca tan oscura, recordé los numerosos testimonios de víctimas del terrorismo y las FF.AA., recogidos en el Informe Final de la Comisión de la Verdad y Reconciliación, y otros trabajos. Lo que más me impresionó, paradójicamente, es que el episodio narrado en la película, a la luz de esos documentos, no me pareciera, en lo absoluto y a pesar de su gran carga poética, un hecho ficcional exagerado. Era extremadamente real.


Como nos recuerda el padre Gustavo Gutiérrez en «Entre la experiencia y la esperanza del Perú»[1], en aquel Informe Final se refieren «dos escándalos contra los que hay que luchar para que no se repitan: el asesinato y el maltrato de tantos, especialmente entre los más pobres e insignificantes, y la indolencia de la mayoría de la población. Todo esto, qué duda cabe, ha dejado una marca muy fuerte en nuestro país» (2004, 44). Esta marca hereda Fausta, dicen sus familiares, a través de la leche que lactó en su primera edad, y el legado de aquella indiferencia la sufre en el egoísmo de la señora pianista, luego del éxito del concierto. La traición de esta mujer, aunque enmarcada dentro de un contexto de desequilibrio psicológico, no deja de ser sugerente sobre las actitudes que los pertenecientes a la cultura limeña tenemos con respecto a los peruanos que viven o migran desde la sierra y la selva. Su actitud es egocéntrica, y busca expulsar de su propia historia de frustración, progreso y creación, la influencia de una persona considerada inferior por una serie de prejuicios ancestrales que arrastramos como una pesada mochila en cada calle, en cada esquina. El objetivo de obligarla a salir del auto es hacer como si no hubiese participado en la concepción de la hermosa pieza; es más, como si nunca hubiese existido.

En medio de este panorama de hondo pesar, encontramos también a gente que acompaña a la protagonista de forma fiel y cercana, como su tío y el jardinero, así como a personas que evidencian una gran alegría, como sus primos, y los niños que bailan y juegan. Son las ganas de vivir de la gente en medio de lo que consideramos comúnmente como «pobreza», un término relativo una vez que observamos las actitudes de los diferentes personajes de la película. Como dice el tío en la fiesta del matrimonio: «A pesar de todo, la vida tiene cosas maravillosas». Esta presencia que, por momentos, parece solo el fondo de un cuadro en el cual el dolor de Fausta se ahonda y la aísla, es otra marca, opuesta a la experiencia de dolor mencionada anteriormente. Es la marca de la esperanza.

Siguiendo a Gutiérrez: «simultáneamente al maltrato al que ya he hecho referencia, en medio de los pobres está presente, asimismo, la alegría de vivir, de hacer proyectos, la increíble capacidad, profundamente humana, de nuestro pueblo, de enfrentar con esperanza las vicisitudes de la vida» (2004, 44-45). En la generosidad del jardinero, la comprensión y la paciencia del tío, en la belleza de la música que ella misma ha inspirado, Fausta va redescubriendo el valor de su propia vida. La experiencia del dolor la sumió en un estado de depresión que la hacía ver en cada hombre a los violadores y asesinos de sus padres. Pero la esperanza que le inspira el presente, con la gente que la ayuda, la hace cuestionar íntimamente si acaso su destino sea distinto a la simple repetición de las tragedias de su madre.

Es en este lento despertar que Fausta reclama por sus perlas en quechua, y su reclamo va más allá de aquel episodio amargo. Es un reclamo en contra del dolor que ha tenido que encapsular en su cuerpo y la ha consumido hasta anularla como ser social. En su insondable soledad, Fausta encuentra un motivo por el cual gritar y protestar. Es el punto crítico de un despertar que se inició con la amistad del jardinero y que se desata con el ahogo que casi le provoca su tío en la noche del matrimonio. «¿Ves cómo respiras?», le pregunta el tío, «¿ves como quieres vivir?», le grita, rogándole que regrese de la muerte que la tenía atrapada, que dormía bajo su cotidianeidad, como el cadáver de la madre escondido bajo la cama.

Quisiera volver nuevamente al hermoso artículo del Padre Gutiérrez para explicar la actuación de la esperanza en el camino de Fausta. Él también hace referencia a una película, «Río Místico» de Clint Eastwood, en que los personajes también se conducen motivados por el trauma y el dolor en un círculo de «fatalidad ... un destino ineluctable al que no pueden escapar. Hay algo de tragedia en una situación que se impone a todos. En esa camisa de fuerza los personajes discurren por sendas predecibles. Es un mundo sin esperanza y, por consiguiente, sin libertad; en él, la esperanza significaría una ruptura, la afirmación de que las rutas no están trazadas de antemano es posible. La esperanza nos devuelve a la libertad, a la convicción de que podemos tomar la vida en nuestras manos» (2004, 34-35).

Luego de que Fausta entierra a su madre a orillas del mar, la pantalla se oscurece y parece que la película hubiese terminado. Pero vuelve a iluminarse. Estamos ahora en el techo de la casa de Fausta en las alturas de un pueblo joven, en un cerro de Lima. Allí una niña le enseña a un niño a zapatear y bailar con la alegría de sus mayores. La niña es quien le avisa a Fausta que la buscan. En este hermoso final, es la alegría de una nueva generación que conserva y vive la energía del baile andino quien llama a la protagonista a abrir la puerta de una nueva vida, como la amistad del jardinero y el amor de su tío la han reclamado desde la orilla de los vivos. Lo que encuentra afuera es un hermoso símbolo de esperanza, la constatación de un presente plenamente vivo y la promesa de un futuro distinto, quizás de un romance, quizás de una familia. Un regalo que encierra, en su humildad, un silencioso aroma de esperanza y de libertad.

[1] GUTIÉRREZ, Gustavo
2004      «Entre la experiencia y la esperanza del Perú». En Gustavo Gutiérrez. Profesor emérito del Departamento de Teología. Lima, Cuadernos del Archivo de la Pontificia Universidad Católica del Perú. 

-Vean el tráiler de la película en: http://www.youtube.com/watch?v=hAxBkfBBTTI
-Y el artículo del Padre Gutiérrez en formato digital en: http://revistas.pucp.edu.pe/ojs/index.php/summa/article/view/39/45

12 de marzo de 2009

¿Racismo? Conmigo no es

En el programa de televisión “Enemigos Íntimos”, edición del 05/02/2009, se discutió acerca de la publicidad racista, a raíz del lanzamiento por Internet y en toda Latinoamérica, de la reciente campaña del Instituto de Idiomas Berlitz, diseñada por Leo Burnett. Podemos ver el reportaje en http://www.youtube.com/watch?v=qk6PIQL6bsY. Lo que deseo ahora discutir es la opinión de uno de los entrevistados, Gustavo Rodríguez, director de una prolífica e importante agencia de publicidad peruana, Toronja.

Rodríguez afirmó que la Publicidad no tiene la culpa de que exista el racismo en la sociedad, puesto que no es más que un reflejo de los prejuicios y estereotipos que hay en ella. Luego, se le recordó la polémica generada por dos trabajos de su empresa: el comercial “Yungay” (http://www.youtube.com/watch?v=ixoLN1NVolgy) y el afiche del Encuentro Latinoamericano de Cine de Lima de 2007 (http://utero.pe/2007/08/06/festival-de-lima-toronja-y-racismo/). Sobre el primero, señaló que ya había saldado su “deuda” con quienes lo criticaron, al realizar una campaña “para que los vigilantes sean enaltecidos, para levantarlos”. Sobre el segundo, apuntó que su compañía había tenido una lectura del afiche “que nadie vio”, pero que había surgido otra diferente. Sobre este último caso, las críticas se centraron en la presentación de un personaje de tez mestiza alejándose del cine, sin rostro, como parte de un paisaje “pintoresco” en combinación con el microbús del fondo, para el lucimiento de los actores que acuden a la sala, todos de raza blanca.

Que la publicidad no inventa el racismo es bastante evidente. Este problema tiene orígenes ancestrales y sus formas son múltiples, por lo que es imposible que un grupo de empresas formadas en la segunda mitad del siglo XX pueda haberlo originado. Pero lo que hizo Toronja con “Yungay” fue aprovecharse del racismo para promocionar un producto, al tiempo que difundía los prejuicios raciales y reproducía el imaginario racista. Nuestros actos no son aislados, tiene una conexión con la Historia. Reconstruyen o discuten las ideas que heredamos y las proyectan hacia el futuro. Para comprobarlo, basta recordar cómo se puso de moda el apelativo “Yungay” entre niños y adultos, para llamar a los guachimanes y a todos a quienes se quisiera calificar despectivamente como “cholo” o “serrano” y, en asociación, como ignorante. La publicidad no crea el racismo, pero puede consolidarlo.

Por otra parte, Toronja reconoce que no se percataron de que pudiese surgir una polémica acerca de la figura que está de espaldas en el afiche de ELCINE 2007. Esta falta de sensibilidad puede explicarse como el resultado de una constante y reiterativa negación del problema, así como de la participación de la empresa y de sus integrantes en él. Al considerar que la publicidad no inventa el racismo, que es solamente un espejo de la realidad, se niega la existencia tanto real como material del espacio simbólico que configura nuestra manera de entender la realidad y relacionarnos con los demás. Este espacio simbólico está formado por los discursos de todo tipo, como las obras literarias, las películas y los spots, mediante los cuales nos expresamos y representamos la realidad. Como productores de discursos, los publicistas, como los literatos, reconstruyen las concepciones sobre lo que significa ser peruano día tras día. Por ello mismo, este terreno es tan propicio para cambiar dichas ideas o reforzarlas.

La estrategia de la negación es el principal recurso para velar el racismo en nuestro país. En el caso de haber cometido un acto discriminatorio, se usa para no ser descalificado por el discurso políticamente correcto, puesto que en un ambiente profesional competitivo como en el que se mueven Toronja, mis lectores y el que escribe, puede traernos serios problemas. Por otra parte, si reconocemos que alguna vez nos han discriminado, corremos el riesgo de hacernos visibles dentro de las categorías racistas. Es decir, aceptamos tener rasgos que se consideran feos, inadecuados o atrasados, ya sea en nuestro aspecto físico o en nuestras costumbres. Esto, en una sociedad que registra incansablemente las cualidades mediante las cuales jerarquiza a las personas, y en donde el racismo late, muchas veces, con más fuerza que criterios como la consideración de la habilidad o la responsabilidad, es sumamente peligroso.

En “Nos habíamos choleado tanto” (Universidad de San Martín de Porres, 2007), Jorge Bruce escribe que ninguna sociedad está libre del racismo, ya que es una manera de relacionarse entre los grupos sociales para establecer diferencias entre ellos, así como reforzar la cohesión interna de cada uno. También afirma que se trata de un principio que influye en nuestras relaciones como peruanos, pero que actúa de forma inconsciente. Es decir, mientras nuestros discursos públicos se plantean como tolerantes, modernos y anti-discriminatorios, nuestros actos pueden ser todo lo contrario. Es por ello que se manifiesta en las situaciones cotidianas consideradas normales o inofensivas, cuando estamos menos preocupados de ello, como pueden ser la producción de un segmento de 30 segundos o el diseño de un afiche a colocarse en la entrada de un cine. El argumento del “descuido” en el caso de ELCINE 2007 y el de considerar que la publicidad no influye en la pervivencia del racismo operan dentro de este mecanismo de negación y ocultamiento.

Pero Bruce también subraya que las sociedades se distinguen por el grado de tolerancia que tienen frente a las acciones racistas. En ese sentido, el primer paso para combatir esta tara es reconocer que existe y promover su reconocimiento en nuestro grupo social. Asimismo, debemos, como sociedad y como familia, como barrio y como empresa, reforzar las instituciones y mecanismos que eviten la propagación y consolidación de sus prejuicios, y sancionen a quienes los ponen en práctica. Es preciso encarar la realidad, hacer visible lo que se quiere esconder detrás de la burla y el mercantilismo, reconocer los errores y enmendarlos, como bien lo ha hecho Rodríguez con respecto al tema “Yungay”. Saquémosle un poco de punta a nuestra sensibilidad como dibujantes y publicistas, pero también como profesores, empleados y amas de casa. Quizás esté en las manos de los nuevos publicistas realizar este cambio en su terreno, pero también es una responsabilidad de todos, en cada uno de los ámbitos en los que nos desarrollamos.

-Una nota al respecto de la campaña de Berlitz en <http://lahabitaciondehenryspencer.com/2009/03/04/videopublicidad-racista-de-berlitz/
-Una respuesta paradójica de Toronja con respecto al afiche ELCINE 2007 se puede leer en http://www.cinencuentro.com/2007/08/06/festival-de-lima-2007-toronja-responde-sobre-el-afiche/
-Un comentario interesante sobre el afiche es el de Alfredo Vanini en http://www.cinencuentro.com/2007/08/06/festival-de-lima-2007-analizando-el-afiche/

El cine y ella

Soy un solitario. No quiero decir con esto que no me gusta la gente o que no disfruto de las reuniones. Al contrario, soy muy feliz con una buena conversación o un baile con los amigos. Me refiero a que no ando en «manchita», ni salgo constantemente con las mismas personas, ni voy a tomar algo de vez en cuando con cierta gente. Dejo al azar la ocasión de mis encuentros y casi nunca llamo a alguien por su cumpleaños. Cada mes o cada dos meses me comunico con los amigos que no veo y converso largo rato con ellos. Pero no acordamos una cita, ni planeamos un fin de semana juntos.

Me identifico más con el jaguar en las sombras o la serpiente en el húmedo suelo que con el murciélago coreográfico o las gaviotas geométricas. Araña en el rincón, espero lo necesario para compartir un café. Pueden pasar meses o años y cuando te vea, amigo, conversaré contigo como si nos hubiésemos dejado ayer. Reconozco que, en esta espera, es imposible disimular la melancolía de algunos parques abiertos, los atardeceres desde el techo, y las lecturas que me conmueven y no puedo contar a nadie. No obstante, dos cositas me han permitido sobrevivir a este esporádico deshielo.

Primero fueron las películas. He ido al cine solo muchas veces, porque no tenía compañero a la mano o porque me daba demasiada pereza llamar a alguien y quedar con él. Además, cuando voy solo, puedo reírme al volumen que me plazca, dejar de comprar canchita en la tienda —casi siempre escondo una empanada o algo similar en la mochila—, sentarme a la distancia de la pantalla que mi capricho dicte, quitarme los zapatos sin que se dé cuenta un alma, observar impudoroso a las hermosas actrices, hablar bajito como si el personaje me escuchara, quedarme con la boca abierta por varios minutos, sorprendido por un giro inesperado en la trama o por la belleza de la fotografía.

Luego llegó mi enamorada, con quien camino desde hace tres años. Me he enamorado de ella en diversos momentos. Uno de ellos fue en nuestra segunda salida como amigos, cuando fuimos a ver «Con ánimo de amar», de Wong Kar-wai. En el clímax de una de las muchas estratagemas de los amantes por ser quienes deseaban ser, volteé a mirarla y allí se encontraba. Pequeña, silenciosa y transparente, su aparición me reveló un profundo lago de sensibilidad y cariño. Era una lágrima con aires de saeta.



Desde entonces, ir solo al cine ha tenido un gusto pálido. Es que sus brazos en esa sala oscura son una sábana tibia para soñar. Y luego de la función, mi amada habla conmigo, recoge mis palabras y las mezcla con harina, leche, huevos y fresas, para batirlas y hornearlas hasta que se conviertan en un pastel de estreno. Transforma mi soledad, mis miedos y mis esperanzas en ingredientes de su dulzura y me hace esperar hasta que esté lista para dármela a probar.