Este breve artículo nació a partir de una reflexión personal y las conversaciones con algunos colegas acerca de las preguntas planteadas durante el proceso de selección de jefes de prácticas para el semestre 2009-1 del curso de Narrativa en Estudios Generales Letras en la PUCP. Las notas sobre las teorías de Girard me fueron recomendadas por Javier Muñoz.
Dos tópicos borgianos
Jorge Luis Borges adapta el género fantástico en la narrativa a sus propios contenidos. Así, por ejemplo, consolida un estilo de cuentos disfrazados de policiales o reflexiones literario-filosóficas cuya resolución no consiste en la develación del secreto que, de forma racional, desestime las posibilidades inverosímiles o establezca la verdad sobre las realidades tratadas. Por el contrario, la solución aparente es atacada de maneras muy sutiles de modo que, antes de ser refutada por otro argumento, se desequilibre la base de la racionalidad con la que los personajes y los lectores llegan a ella. Esto lo expone bellamente Susana Reisz en su artículo «Borges: teoría y praxis de la ficción fantástica. A propósito de “Abenjacán el Bojarí, muerto en su laberinto”».
Efectivamente, entre aquel cuento y el que nos convoca hoy, existen varias similitudes. En realidad, «La Trama», publicado en El Hacedor (1960), es una reflexión sobre los postulados de la poética borgiana y una exposición minimalista de los recursos literarios mediante los cuales esta se realiza. Este texto se viste de un comentario literario. Las citas a Shakespeare y a Quevedo tienen este objetivo, al igual que la frase en el segundo episodio: «estas palabras hay que oírlas, no leerlas» que aluden al proyecto de Hernández de construir el discurso del gaucho directamente, en forma de canto, en el Martín Fierro. Esta última frase también se conecta con la alusión al género trágico que comentaré en párrafos posteriores. De esta manera, Borges resalta e insiste en la literaturidad-ficcionalidad (Reisz 1981, 36) de sus textos. Con el mismo sentido avanza el título.
El otro recurso se lleva a cabo con el manejo del lenguaje. Consiste en usar la solemnidad de las palabras típicas de géneros altivos como la tragedia o la épica en contraste con la ominosa cotidianeidad de los hechos narrados, así como algunas intervenciones coloquiales. Esto se puede ver en «Abenjacán... ». Un eco de ese cuento es el uso del adjetivo lento en su significado antiguo en latín: «“distentido”, despreocupado”» (Reisz, 1981, 38). En este caso, se produce un oxímoron muy sugerente: «con tranquila sorpresa». Efectivamente, si se trata de un hecho que se repite ad infinitum, el asesinato del gaucho mayor no puede producir verdadera sorpresa.
En cuanto a lo temático, se puede destacar dos principales tópicos borgianos desarrollados en este cuento: la circularidad del tiempo y la indeterminación del concepto mismo de la identidad. La repetición de los hechos que le sucedieron a César, luego al gaucho y, en el futuro, a los personajes que vuelvan a sufrirlos en cuentos posteriores, se explica en base a una concepción de la realidad diferente a la linealidad del tiempo occidental moderno. El principio de la circularidad del tiempo, en el cual somos como personajes que repetimos las «tramas» de nuestros predecesores, es un tema bastante trabajado en la obra borgiana, y tiene sus raíces en tradiciones culturales distintas a la occidental.
Esta repetición circular, aunada a la desrealización a la que son sometidos los personajes y los acontecimientos, conduce al lector al siguiente punto temático: la indeterminación de las identidades. En varios cuentos de Borges, se sostiene un postulado varias veces calificado de intolerable dentro de los mismos: los seres humanos somos uno solo. El destino del hombre es repetir las sensaciones, sentimientos, pasiones, cóleras y decisiones que otro ya realizó, y prefigurar las de algún otro que está por nacer. Tremenda incoherencia desde el punto de vista occidental se basa en Nietzsche, una larga tradición teológica y filosófica en Occidente, y también en la mitología oriental. El propio Borges reflexiona sobre este punto en los textos reunidos en «Historia de la Eternidad» (1936).
Ahora bien, repetir historias que otros vivieron desestima los rasgos particulares de los personajes del texto. Aun más, presentar en paralelo los dos episodios, entre los cuales podría intercambiarse los acontecimientos sin que los respectivos resultados cambien, borra los rostros de los actores y los devuelve a su condición de actantes. Mejor dicho, de un solo actante de una misma fábula. Esta digresión narratológica conducen vertiginosamente al lector a percibir el sustrato íntimo del texto: Edipo, el hijo asesino de su padre. Y a una reflexión metaliteraria radical: solo hay algunos temas de los cuales se puede tratar en un cuento, y los creadores ya los han agotado todos, de modo que se dedican a repetirlos.
La re-actualización de la tragedia
Rene Girard reflexiona sobre la relación entre los mitos y la tragedia griega en su libro «La violencia y lo sagrado». En los relatos míticos, la muerte violenta de un personaje, calificado como el «chivo expiatorio», simboliza y ejecuta en sí misma la expiación de los males de la comunidad. En este individuo, se concentra el mal, de modo que, con el derramamiento de su sangre, se purifica el mundo. No obstante, Girard apunta que los relatos tradicionales griegos, como el de Edipo, por ejemplo, dejan de tener esta calidad ritual cuando se transponen a la Tragedia, cuyo nacimiento coincide con el reemplazo de las formas de sanción tradicionales de la tribu en la antigua Grecia, para dar lugar al sistema de la civilización regido por los códigos de justicia y sus instituciones administradoras.
En la Tragedia, dice Girard, ocurre siempre un «desciframiento parcial de los motivos míticos». Los delitos cometidos por los antiguos personajes del mito se convierten en errores trágicos que cualquier persona podría cometer, de modo que «todos los personajes se reducen a la identidad de una misma violencia». De ahí que las tragedias sean tan espectaculares cuando los errores son cometidos por varios personajes y el destino trágico persigue a todos ellos. Así, se termina de quebrar la figura del «chivo expiatorio» y la sospecha del mal se desconcentra, se derrama entre los demás personajes.
Asimismo, la tragedia subsume el contenido del mito, pero la escena y los participantes ya no son los mismos. Los asistentes a los blancos anfiteatros ya no ejecutan el asesinato ritual de un individuo, que carga sobre sí la culpa de todos, con la satisfacción de que se elimine el mal de su comunidad. Las sanciones tienen ya su lugar y su momento, y las ejecutan las instituciones encargadas, verificando la culpabilidad del individuo y castigándolo por su responsabilidad individual. Ahora, tienen una posición de espectadores y lo que ven en las puestas es arte, un artificio paralelo a la realidad.
Entonces, se produce la catarsis en la audiencia, un sentimiento no solo de sufrimiento y piedad ante las terribles escenas, sino también de alivio, gracias a esa distancia que Aristóteles describe en su «Poética». No obstante, se trata de un alivio momentáneo, contagiado de la fugacidad y ficcionalidad de la obra artística. El espectador griego sale del teatro tras experimentarlo, pero sabe que el mal no se ha agotado en aquel espacio ficcional de la puesta en escena.
El cuento de Borges reflexiona dinámicamente con la Tragedia, aunque da un paso más, que manifiesta su conocimiento de la transformación del mito que esta efectúa, y logra re-actualizarla. La carga con sus propios temas, temas contemporáneos, para que los lectores dejemos de observarla como una bella pieza antigua de museo y descubramos que nos puede volver a conmover.
En primer lugar, está clara la tragedia de César, quien es el padre simbólico de Marco Bruto y se ve reflejado en él, de modo paralelo a lo que ocurre con el gaucho y su ahijado. Si César es Bruto y el gaucho es su protegido, la tragedia del hombre es asesinarse a sí mismo. Esta contradicción se sobre el principio de un tiempo circular que disuelve las diferencias entre los hombres.
En segundo lugar, podemos afirmar que tanto el César de Shakespeare como el de Quevedo son el mismo hombre que el gaucho moribundo, e iguales son sus patéticos reclamos, cuyas «palabras hay que oírlas, no leerlas», como desde las gradas del anfiteatro. Con este recurso anti-racional, se completa la perfección del horror que Borges imprime a la historia trágica: todos somos Edipo. De hecho, el psicoanálisis había consolidado sus reflexiones sobre el tema para el momento en que se escribía «La trama» y esta estremecedora conclusión es solo una de sus repercusiones principales.
El destino, entonces, marcaría a los hombres debido a sus pulsiones más íntimas y a su propia condición humana. Debido a que ambos son factores comunes a todas las personas, su destino es idéntico. Aceptando ello, todas las personas son una misma persona. Como en «Abenjacán...», la capacidad de ser es absoluta y, al mismo tiempo, ninguna. La máscara es el verdadero rostro y la muerte, un anécdota, un acontecimiento no funcional, irrelevante, en la trama de la Historia Universal. El hombre se renueva constantemente, precisamente porque es
el hombre, no los hombres.
Los espejos infinitos de la creación literaria
La frase conectiva «para que», ubicada en el inicio y al final del cuento, no solo concretiza en el lenguaje del texto la circularidad de los acontecimientos narrados. Aunada a los esfuerzos ya mencionados para enfatizar la literaturidad-ficcionalidad de lo narrado, resalta otro tópico: el proceso de creación literaria. Efectivamente, si los personajes sufren y mueren «para que se repita una escena», no solo se afirma la repetición de la fábula en diferentes historias, sino también la repetición del acto de repetir la fábula en diferentes historias.
Este es otro elemento importante en la narrativa borgiana, que Reisz subraya en «Abenjacán...»: el narrador se convierte en el verdadero sujeto de la historia. «Al destino le agradan las repeticiones, las variantes, las simetrías», dice nuestro texto, atribuyendo al hado la sucesión de los episodios. Pero vemos que los personajes no solo están en las redes del destino. Además, existen para el arte y el placer del escritor, que se identifica con el autor del texto literario. Pero si este ha citado a Shakespeare, Quevedo y Sarmiento, y afirma que en un futuro la escena que acaba de contar se repetirá, ello significa que habrá otro autor que recoja esta historia y la vuelva a escribir, con distintas palabras, quizás, pero con los ecos inevitables de la suya y de todas las anteriores.
De este modo, el autor queda imbricado en un similar destino al de sus personajes: él no está escribiendo la historia, sólo la recoge. No crea; más bien, recuerda. No es el verdadero autor del cuento, es solo un amanuense que lo copia y lo ilustra. Como en el soñador-creador de «Las ruinas circulares» (Ficciones, 1944), su acto es el mismo que el de Shakespeare y el de Quevedo, y su ingenio es un evento más en la conciencia de aquel (alguno, indeterminado) hacedor verdadero. Sus palabras ya las escribió o dijo alguien antes, y otro las citará de nuevo en el futuro. El autor es solo el eco de la voz de otro, el reflejo del hombre hermoso, no su rostro. Esta es la forma en que se hace literatura, de acuerdo con la ironía de Borges: crear ficciones sobre ficciones. En el artículo siguiente retomaré este tema y lo ampliaré a propósito de «La otra muerte» (El Aleph, 1949).
Bibliografía
Reisz, Susana. «Borges: teoría y praxis de la ficción fantástica; a propósito de “Abenjacán el Bojarí, muerto en su laberinto”». Lima: PUCP, 1981
Girard, René. «La violencia y lo sagrado». Barcelona: Anagrama, 1998.
Aristóteles. «Poética» Madrid: Alianza Editorial, 2004.