27 de julio de 2012

Los viajes

El capítulo 2 de Los ríos profundos, titulado “Los viajes”, es el que más recuerdo de aquella novela. “Es el más largo del libro, ¿no?”- le pregunté a mi amigo. “No -me dijo él-, es, precisamente, el más corto”.

Mi amigo recuerda esa novela y la lleva siempre presente. Él opina que es la mejor entre las de José María Arguedas. Conversaciones sobre su carácter lírico, más que narrativo, nos ocuparon durante algunas tardes en la universidad. Esas tardes en jardines, cafeterías, pasillos, bancos, etc. se parecían a los viajes en los que Ernesto y su padre descubrían, tras cada quebrada, el canto de la calandria y el humor de los violines. Inmensa como los valles que recorrían ambos, me imaginaba su palabra, estuario de alegrías y tristezas.

Luego de la claustrofóbica voz del viejo, figura dominante del primer capítulo de Los ríos…, el aire del vado de Cangallo:

Ya debía amanecer. Habíamos llegado a la región de los lambras, de los molles y de los árboles de tara. Bruscamente, del abra en que nace el torrente, salió una luz que nos iluminó por la espalda. Era una estrella más luminosa y helada que la luna. Cuando cayó la luz en la quebrada, las hojas de los lambras brillaron como la nieve; los árboles y las yerbas parecían témpanos rígidos; el aire mismo adquirió una especie de sólida transparencia. Mi corazón latía como dentro de una cavidad luminosa. Con luz desconocida, la estrella siguió creciendo; el camino de tierra blanca ya no era visible sino a lo lejos.
Hermosa, estremecedora, vital y a, la vez, mortuoria imagen:
Corrí hasta llegar junto a mi padre; él tenía el rostro agachado; su caballo negro también tenía brillo, y su sombra caminaba como una mancha semioscura. Era como si hubiéramos entrado en un campo de agua que reflejara el brillo de un mundo nevado. “¡Lucero grande, werak’ocha, lucero grande”, llamándonos, nos alcanzó el peón; sentía la misma exaltación ante esa luz repentina.
Como todo viaje, este también termina y el silencio del padre presagia la despedida en el capítulo III. Un nuevo viaje espera al padre solo, hacia otros pueblos, como aquellos que ya visitaron. En varios de ellos los odiaron, los quisieron “matar de hambre”. En otros, oyeron toda la noche a los mejores violinistas y arpistas del lugar. En uno de ellos, Ernesto se enamoró y cantó a la puerta de una joven de ojos azules huaynos desconocidos.

En los pueblos, a cierta hora, las aves se dirigen visiblemente a lugares ya conocidos. A los pedregales, a las huertas, a los arbustos que crecen en la orilla de las aguadas. Y según el tiempo, su vuelo es distinto. La gente del lugar no observa estos detalles, pero los viajeros, la gente que ha de irse, no los olvida. Las tuyas prefieren los árboles altos, los jilgueros duermen o descansan en los arbustos amarillos; el chihuaco canta en los árboles de hojas oscuras: el sauco, el eucalipto, el lambras; no va a los sauces. Las tórtolas vuelan a las paredes viejas y horadadas; las torcazas buscan las quebradas, los pequeños bosques de apariencia lejana; prefieren que se les oiga a cierta distancia. El gorrión es el único que está en todos los pueblos y en todas partes. El viuda pisk’o salta sobre las grandes matas de espino, abre la alas negras, las sacude, y luego grita. Los loros grandes son viajeros. Los loros pequeños prefieren los cactos, los árboles de espino. Cuando empieza a oscurecer se reparten todas esas aves en el cielo; según los pueblos toman diferentes direcciones, y sus viajes los recuerda quien las ha visto, sus trayectos no se confunden en la memoria.
¿Qué ave serás, amigo, a qué ritmo y hacia dónde te llevará tu vuelo? ¿Qué vuelos recordarás, qué capítulos, notas al pie, fronteras, cigarrillos, mujeres, piedras lúcidas, navajas, cervezas, callejones? ¿Cómo será el regreso?

Será partir de nuevo
este regreso.
De la luz
a la luz, de la nube
a los ríos,
de la fuente a la boca de las aves
y de las aves a su antiguo vuelo.
Recorriendo
con los ojos
de la tarde
las llanuras del tiempo
derramado,
abriremos
una sonrisa en cada valle.
(Quinto fragmento de “Ensayo a dos voces”, de Javier Heraud y César Calvo)

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